Rene

Caía ya la noche, cuando Rene tomó el coche cama que le dejaría a la mañana siguiente en la madrileña estación de Chamartín. Era un hombre de mediana estatura con una abundante cabellera blanca la cual le proporcionaba un aspecto muy honorable. En realidad se llamaba Renato Sánchez Hidalgo y había nacido en Madrid, en un castizo barrio cerca del río Manzanares. Su padre, de filiación anarquista, perteneció al ejército republicano durante la guerra civil española, y al término de ésta, se exilió a Francia como refugiado político estableciéndose en la pintoresca localidad de Ax Les Termes, situada en los Pirineos Franceses a orillas del río Arieje. Contaba 19 años cuando se matriculó en una academia de la localidad y debido a su carácter muy extrovertido se integró rápidamente y enseguida hizo grandes amigos, los cuales terminaron llamándole René, nombre que le acompañó durante toda su estancia en el país galo. Viendo pasar el paisaje, pensaba que se acercaba el momento de volver al lugar donde nació y donde tuvo su primer amor. ¿Qué habría sido de ella? ¿Seguiría viva? ¿Se llegaría a casar?

René era un ferviente admirador de los cafés. Había pasado muchas horas en ellos y recordó aquél tan entrañable al cual su padre le solía llevar frecuentemente, a tomar un café con leche y una media tostada (siempre de abajo) untada con sabrosa mantequilla. Los atendía siempre José, un camarero de cierta edad, que se desplazaba continuamente de un velador a otro, portando su voluminosa bandeja de metal y con una impoluta servilleta blanca colgada sobre su antebrazo.

Cuando se apeó del tren, lo primero que hizo fue buscarse un alojamiento en su antiguo barrio o lo más cerca posible de él. Encontró un pequeño hostal en la Carrera de San Francisco. Al asomarse al balcón, divisó al norte el castizo Mercado de la Cebada, enfrente de éste, el teatro de la Latina, el cual, a juzgar por la cartelera que figuraba en su fachada, todavía seguía con su actividad artística, y al sur se levantaba majestuosa la Basílica de San Francisco el Grande (obra de Sabatini) luciendo su espléndida fachada.

En la habitación del hostal había un antiguo lavabo de madera, compuesto de una palangana o jofaina, y de una jarra de gran tamaño que contenía el agua necesaria para su aseo personal, y en la parte superior, un espejo ovalado con su marco tallado artísticamente y que reflejaba parcialmente la vieja cama con su voluminoso colchón de muelles. Después de acicalarse se ajustó el nudo de la corbata y se dispuso a iniciar sus andaduras.

Ya en la calle, se dirigió al templo de San Francisco el Grande. Sentía necesidad de ello, pues, aunque su padre por supuesto no era creyente, él recogió la semilla que le dejó su madre, una mujer católica que había nacido en tierras salmantinas. Una vez dentro, contempló las pinturas que adornaban las capillas. Hay obras de Pacheco, de Zurbarán, y una de gran tamaño de Goya. Rodeando la cúpula central (la cuarta más alta del mundo) y adosadas a las paredes, se encuentran las estatuas que representan a los doce apóstoles. Éstas miden cerca de tres metros y están esculpidas en mármol blanco de Carrara. Parece ser que el templo se levantó en el lugar donde San Francisco de Asís colocó su tienda cuando efectuaba el Camino de Santiago.

Una vez en la calle, se adentró por la de Bailén en dirección al Palacio Real “¡Caramba!” Exclamó sorprendido lleno de júbilo al contemplar su antiguo colegio. Seguía exactamente igual, solo había cambiado de nombre. Allí acudía día tras día con su cuadrada mochila sujetada a ambos hombros con unas correillas. Llegaba jadeante después de haber subido (con el tiempo justo) por las empinadas cuestas de Las Vistillas. En el trayecto siempre se detenía en una churrería que había al comienzo de la cuesta. Allí se gastaba los cinco céntimos de cobre que a escondidas le entregaba cariñosamente su madre. La moneda le daba de sí para poder adquirir los trozos de los churros que se habían roto, y que en un cucurucho de papel de estraza le entregaba el churrero previamente espolvoreados con azúcar. Al llegar frente al colegio, sus miradas siempre se dirigían hacia el nombre que figuraba en su fachada: " Magdalena Fuentes". Con el tiempo supo que había nacido en Chile, que era poeta y que había dedicado gran parte de su vida a investigar sobre la educación popular. Se quedó dudando un momento y al fin se decidió. Entró en el centro y pidió permiso para visitar al profesor del aula izquierda del segundo piso, alegando que le conocía mucho y quería saludarle pues había estado fuera mucho tiempo. Al anunciarle su visita, por la puerta entreabierta apareció el profesor. Éste era un joven apuesto, correctamente vestido que le miraba atentamente a través de unas modernas gafas de montura metálica. Al preguntarle por don Fructuoso le contestó que había fallecido, que era su hijo y que por la devoción que le tenía había hecho lo posible para ocupar su antigua plaza. El profesor invitó a René a penetrar en la clase y acto seguido se lo presentó a los alumnos. Les dijo que también él había sido alumno de aquella misma clase, y que debido a lo gran estudiante que era había conseguido llegar muy lejos (René pensó que el joven profesor se referiría a la distancia que existía entre Madrid y Paris). A juzgar por la atenta mirada de todos los niños, la perorata les debió calar hondo. A todos menos a uno, que con pinta de travieso se ocupaba de esconder algo bajo la tapa de su pupitre. Rápidamente, su memoria retrocedió muchos años antes, cuando él mismo introdujo en el suyo una lagartija que, soltada en el momento oportuno, ocasionó tal alboroto que finalizó con don Fructuoso que, cogiéndole de una patilla, le sacó en volandas de la clase y le arrojó violentamente al pasillo. Como se cartearon durante muchos años, tuvieron tiempo de comentar la anécdota y otras muchas más y convenir ambos que los niños de todas las generaciones se comportan de una manera similar.

Dejando atrás el colegio y siguiendo por Bailén llegó al viaducto. Le recordó cuando era totalmente de hierro, con los remaches abrillantados por el roce de las ropas de las personas, que se asomaban para contemplar la magnífica vista panorámica que desde allí se ofrecía. Pensativamente se dirigió a la Plaza de Oriente, la cual se le ofreció bellísima, como una alfombra verde que se detenía respetuosamente a una discreta distancia del Palacio Real. Recordó que en la plaza de la Armería, que forma parte del Palacio, se celebraban paradas militares con el desfile de los Alabarderos entre otros actos y que él había contemplado infinidad de veces, pues su padre le solía llevar con bastante frecuencia.

Al día siguiente, el sol que penetraba a raudales por el balcón le despertó bien entrada la mañana, se asomó y pudo contemplar el maravilloso cielo azul de Madrid que tantas veces había pintado Velázquez. Le encantaban las casas del barrio con sus balcones cubiertos, sobre todo en las horas de calor, por unas persianas de lamas de madera generalmente pintadas de verde y que eran recogidas al caer la tarde. Entrada la noche era muy frecuente ver a algunos vecinos, que salían al balcón a tomar el fresco, acompañados del insustituible abanico y como no, del botijo que probablemente había sido comprado en San Isidro a unos cacharreros que periódicamente se desplazaban a Madrid desde la Tierra de Barros en la provincia Extremeña.

Se desayunó con un tazón de café con leche acompañado de unos suculentos churros, olvidándose por el momento de su desayuno francés, un café con leche muy clarito y unos magníficos croissants. Una vez vestido y aseado, se dirigió a la calle de la Paloma a la antigua parroquia de San Pedro el Real (tiempo después se construyó un templo mayor al pasar la parroquia de San Pedro a la capilla de la Virgen de la Paloma) donde se venera a la virgen patrona popular de Madrid, pues la patrona oficial es la Virgen de la Almudena. Le dijeron que continuaba la tradición y que las madres solían ofrecer a la Virgen más castiza de Madrid sus hijos recién nacidos. La imagen no está tallada en madera sino que está plasmada en un lienzo pintado al óleo. La leyenda dice que el cuadro fue encontrado por unos chiquillos que jugaban con él hasta que una vecina, Andrea Isabel Tintero, interesada por la pintura, les dio unas monedas a cambio, la reparó y la colocó en el portal de su casa. Rápidamente se propagó la noticia de que la mediación de aquella virgen era milagrosa. Por ello, la cuñada de Isabel Tintero fue la primera que ofreció a su hijo recién nacido a la protección de la virgen. Comenzó así una tradición que se mantiene todavía, más de doscientos años después. Efectivamente, en la actualidad, todos los sábados del año por la mañana se celebra una misa para que las madres puedan ofrecer sus hijos a la Virgen de la Paloma. El nueve de octubre de mil setecientos noventa y seis, el lienzo fue trasladado definitivamente a la capilla existente.

Después de la visita a la Virgen, René se detuvo en una casa de comidas a reponer fuerzas y después se dirigió al hostal para gozar de una merecida siesta.

Era bien entrada la tarde cuando se dirigió a la calle de Calatrava, que por aquel entonces era una calle llena de pequeños comercios, en busca de su añorado café, que estaba situado haciendo esquina con la de Toledo. Seguía en el mismo lugar, pero en su fachada actual se podía leer "Bar Cafetería". Tomando una súbita decisión penetró en el local. Éste había experimentado una drástica transformación. No existía el diván de terciopelo rojo, ni tampoco aquellos veladores de mármol blanco. Ocupaban su lugar unas horribles mesas de formica que en aquel momento el camarero cubría con unos manteles de papel preparándolas para una próxima cena. Por supuesto, tampoco existían los coquetones espejos biselados que adornaban sus paredes y que hacían parecer mucho más grande el recinto. Los apliques habían dejado paso a unos tubos fluorescentes que iluminaban con su fría luz el querido café. El antiguo mostrador de madera tallada había desaparecido también, en su lugar se levantaba una moderna barra en la cual proliferaban unas sabrosas tapas de todo tipo. Trepó a uno de los altísimos taburetes con bastante dificultad y una vez encaramado en todo lo alto, atisbó, allí abajo en el suelo, una multitud de objetos blancos que como pudo comprobar más tarde, se trataba de unas bolsitas de papel que habían contenido el azúcar necesario para poder endulzar escasamente los cafés. Levantó la mirada y se encontró frente a frente con el camarero, que, con las manos separadas y apoyadas en la barra, le miraba fijamente al tiempo que le preguntaba: “¿Qué desea, señor?” René, aturdido, balbuceó: “Un café”. “El café, ¿cómo lo quiere? ¿Normal, descafeinado, de sobre o de máquina?” Le dijo que le daba igual y después de haberse bebido aquel maldito brebaje, despacito y con cuidado para no caerse, fue descendiendo poco a poco de aquel odioso taburete. Definitivamente, el café de sus sueños, el de la "media tostada", había muerto para siempre. René era un ferviente admirador de los cafés. En Paris los frecuentaba con asiduidad y se pasaba las horas muertas sentado en sus terrazas. En uno de ellos, el café "Les Duex Magots", situado en el Boulevard de St. Germain, en pleno barrio latino, era donde solían acudir con frecuencia Sartre y Hemingway y fue donde conoció a Ivette, la que con el tiempo sería su mujer. Allí, frente un velador de mármol, habían hecho planes para un futuro, que no tardó mucho en hacerse realidad. René se había trasladado hacía tiempo a trabajar a París y se fue a vivir a una buhardilla desde donde podía contemplar el ir y venir de las gentes que acudían al viejo mercado de "Les Halles". Una vez casados se trasladaron a la Rué de Rívoli, donde nacieron sus dos hijos, Antoine y Susette. El muchacho les salió inconformista y probó suerte en diferentes profesiones.

También era un enamorado de los cafés y los frecuentaba con asiduidad, especialmente los de la bohemia, alternando lo mismo con artistas como con prostitutas, influenciado por la vida de Toulouse Lautrec, con el cual se sentía muy identificado. Metido de lleno en el mundillo de la farándula, se colocó de “Chansonier" en un cabaret de poca monta allá por Pigalle, pero al no obtener el éxito esperado dejó el cabaret y se dedicó a la pintura. Hacía retratos al carboncillo a los turistas que visitaban la plaza del Tertre, los cuales le reportaban unos cuantos francos que le servían para malvivir, así que cansado del todo, se alistó a la Legión Francesa y desde entonces René no volvió a saber de él nunca jamás. Susette se casó con un agente comercial y se establecieron en la bella localidad de Fontainebleau. Se visitaban con bastante frecuencia pues era mucho el cariño que se profesaban, aunque Susette y René discrepaban bastante en la manera de pensar. Se había quedado viudo años atrás y un buen día pensó que tenía una cita con su pasado, y fue entonces cuando se presentó en Madrid. René se levantó de la siesta bien entrada la tarde, afuera el cielo estaba totalmente nublado y el fuerte bochorno que se respiraba presagiaba tormenta. Atravesó de punta a punta la Cava Baja y desembocó en la plaza de Puerta Cerrada, una placita formada por la confluencia de las calles de Segovia por un lado, la de Cuchilleros, la Cava Baja por el otro y cerrada al norte por la calle de Toledo. El nombre hace referencia a una de las puertas de la muralla cristiana de Madrid levantada el siglo XII. En medio de la plaza se alza una cruz de piedra que data también de mediados del siglo XII. A propósito de la cruz, cuenta la gente que un día al pasar por allí dos amigos, uno de ellos le dijo al otro: “¿Sabes que en su construcción se gastaron un millón de monedas de plata? ¿No te parece cara?” Y el otro contestó: “Qué quieres que te diga, a mí me sigue pareciendo cruz”.

Subiendo por Cuchilleros se detuvo en un bar para refrescarse con una espumosa cerveza (por cierto, que en la citada calle se encuentra el restaurante más antiguo del mundo, "Sobrinos de Botín", que fue inaugurado en el año 1725). Una vez calmada su sed, atravesó el Arco de Cuchilleros (obra de Villanueva) y desembocó en la Plaza Mayor, allí contempló en medio de la plaza la estatua ecuestre de Felipe III. Sin embargo, para los madrileños es más popular la del general Espartero, situada frente a la puerta de Hernani que da acceso al Parque del Retiro, no tanto por el jinete sino por el caballo que monta, famoso por sus atributos. De hecho, el pueblo madrileño suele decir “Tienes más huevos que el caballo de Espartero” (refiriéndose al valor de las personas). Salió de la plaza por el arco de la calle de Toledo y divisó en una esquina un letrero que decía Café-Bar. Por lo menos, se dijo a sí mismo, han respetado el nombre de Café, y lleno de curiosidad se dispuso a penetrar en él. Lo primero que vio sorprendido fue el añorado diván. Cierto que no estaba tapizado de terciopelo rojo, sino de un acogedor cuero de color marrón, pero allí estaba, protegido por unos veladores de madera y por unas sillas del mismo material con respaldos curvos, que se adaptaban perfectamente a las espaldas de los clientes haciendo que estos se sintieran bastante cómodos. Al fondo, como queriendo ocultar su vergüenza, asomaba una pequeña barra que recordaba bastante a lo que había sido un coqueto mostrador. Se sentó frente a un ventanal que había en un rincón. El cielo se había oscurecido bastante y el bochorno existente presagiaba la inminente tormenta. Se había hecho de noche cuando el cielo se quejó débilmente, segundos después lo hizo de forma estruendosa y en seguida se puso a llorar. Sus lágrimas se deslizaban lentamente por el cristal del ventanal, relucientes y nítidas como el mejor cristal de Bohemia. La gente se apresuraba a guarecerse de la lluvia y René desde dentro los observaba atentamente. De repente le vino a la memoria un tango que decía:

“Llega tu recuerdo en torbellino vuelve en el otoño a atardecer miro a la garúa* y mientras miro gira la cuchara del café”

(*) Lluvia o llovizna

Tenía en su mano una taza de humeante café sujetada por el asa, aspiraba su inmenso aroma antes de tomar un nuevo sorbo. Cuando miró a su alrededor, solo algunas mesas estaban ocupadas y se dedicó a contemplar minuciosamente a los escasos clientes.

Cerca de él se hallaba un viejo gitano. Tenía un pañuelo que colgaba de sus hombros y estaba tocado con un sombrero de color verde oscuro, sus manos se apoyaban una sobre la otra, que a su vez descansaban sobre un rico bastón coronado con la cabeza de un perro fabricada en plata de ley, de su cuello pendía una gruesa cadena de oro que terminaba en una pequeña placa en la cual rezaba una cierta inscripción. No era extraño encontrar muestras de riquezas en algunos gitanos de la zona, pues la mayoría de ellos regentaban prósperos comercios de antigüedades y algunos de ellos se dedicaban a actividades artísticas que les reportaban pingües beneficios. Sintió admiración por el anciano y por la cultura gitana, por la cual los jóvenes respetan siempre las decisiones del patriarca y están dispuestos a escuchar sus consejos debido a la sabiduría que han adquirido a lo largo de su dilatada existencia. En un extremo, un hombre leía ensimismado un periódico. Tenía pinta de intelectual y al verle le recordó los debates que según su padre eran muy frecuentes en cafés como el café Gijón, cuyos ponentes eran célebres poetas, literatos, músicos, etc. En el otro ventanal que daba a la calle, dos mujeres comentaban su éxito con las compras en las rebajas de unos grandes almacenes, mostrándose satisfechas una a la otra las prendas que habían adquirido a tan bajo precio.

Sin embargo, en quien centraría su atención era en una mujer que estaba sentada frente a un velador tratando de mantener su espalda bien erguida. Debía frisar alrededor de cincuenta y tantos años y su rostro mostraba signos evidentes de haber tenido una gran belleza en su juventud. En aquel momento sacó de su bolso un minúsculo espejo y comenzó a retocar su rostro y a acrecentar el rojo de sus labios mediante una barra de carmín. René se preguntó: ¿Estaría esperando y esperando como Penélope a que regresara su amor? Deseó con toda su alma que fuera así y no que estuviera pensando en lo sola que se encontraba pues es de lo más horrible sentirse solo. Él lo había experimentado en alguna ocasión aun estando rodeado de gente y a veces se había sentido ignorado como si fuese un mueble más de la casa. Deseó que de un momento a otro él apareciera y diera lugar a que el rictus amargo del rostro de la mujer se convirtiera en una esperanzadora sonrisa, que pasaran largo rato charlando en torno a unas tazas de café, y que muy juntos se perdieran calle abajo buscando un lugar donde pasar una noche inolvidable.

Cuando René abandonó el café ya se habían encendido las luces municipales, las calles se iban despoblando poco a poco y solamente transitaban algunas personas. Hacía mucho rato que había dejado de llover y se respiraba un agradable aroma a tierra mojada. Se detuvo en una joyería pensando en llevarle un presente a su hija, la de Fontainebleau, pero de repente la luz del escaparate se apagó como estaba ocurriendo con este o aquél establecimiento. Pensó que lo dejaría para el día siguiente y continuó su camino. En el portal de una casa, unos novios se daban el beso de despedida. Siguió caminando lentamente sumido en sus pensamientos y en los acontecimientos que le habían ocurrido últimamente. Las luces de los faroles parecían hacerle guiños como si fueran cómplices de sus aventuras y una luna resplandeciente le daba la bienvenida. Pasó un buen rato sentado en un banco del paseo. Hasta él le llegaba el estruendo de la música y las sirenas de los Tiovivos, mezclados con las risas y las voces de las gentes que celebraban con alborozo las fiestas de su patrona, la Virgen de la Paloma. No lo dudó un solo instante y se dirigió allí para estar presente y compartir su alegría con todos ellos.

En la puerta de una casa unos vecinos ofrecían un vaso de fresca limonada a cualquiera que lo solicitara. En el rojo vino de Valdepeñas, mezclado con la indispensable gaseosa, brillaban titilantes unos pedacitos de hielo y unas rodajas de limón le daban un tono áureo a la refrescante bebida. Se sentó junto a una pareja de ancianos y espoleado por la sabrosa limonada les contó su historia. A cambio ellos le contaron la suya propia, le dijeron que ambos habían nacido en Madrid, que crecieron uno frente al otro, que no habían salido nunca de allí y que durante la contienda habían perdido un hijo en la encarnizada batalla del Ebro. Se despidió con un abrazo y flotando como si estuviera en una nube, desapareció entre el humo de la fritura de los churros y la oscuridad camino del hostal.

Al día siguiente pensó que había llegado el momento más deseado, el momento que deliberadamente había pospuesto desde el día de su llegada, era el ansiado momento del reencuentro con su viejo amor. Se dirigió a la calle del Águila, a la farmacia donde la encontraría seguramente, pero en su lugar había un establecimiento de comestibles. Preguntó qué había sido de la farmacia y el dueño le contestó que había oído hablar de ella pero que cuando adquirió el local, éste existía como mercería. René se quedó desilusionado y se dedicó a preguntar a los vecinos por ella, pero ninguno de ellos supo darle noticias. Al final, un matrimonio ya mayor le dijo que conocían a la familia del farmacéutico, pero que cuando estalló la guerra habían cerrado la farmacia y que ya no supieron más de ellos. De pronto comprendió que el destino lo había querido así y que quizás no volvería a verla. Se quedó totalmente abatido, no sabía qué hacer y sumido en su tristeza, se dejó llevar por una fuerza interior que guiaba sus pasos hacia los lugares donde vivió sus mejores momentos de felicidad. Se encontró de repente allí en lo alto de la Cuesta. ¡Cómo había cambiado! Ahora estaba llena de árboles a ambos lados de los escalones y en lugar de la descarnada tierra de los terraplenes, destacaba un cuidado césped. La árida meseta que se extendía hasta las espaldas de la basílica de San Francisco se había convertido en un delicioso parque poblado de árboles que en las horas de calor, protegían a los que sentados en sus bancos buscaban un lugar lo más fresco posible. Pausadamente fue bajando los peldaños uno a uno y al llegar a la mitad de la Cuesta se encontró ¡Con el farol cómplice de sus escarceos amorosos! ¿Cómo era posible que con la transformación tan drástica del entorno hubiera podido sobrevivir? Pero sin duda era él, cierto que como es costumbre en algunas mujeres de hoy día le habían realizado un ligero "lífftin". Le habían dotado de una nueva pintura, ya no te miraba con su luz tan cálida que le proporcionaba el quemador de gas, ahora te contemplaba con la triste mirada con la que le suministra una bombilla de bajo consumo. O por el contrario, ¿no sería que él también se encontraba viejo y por eso le había cambiado tanto la mirada? Pero era él, no cabía duda, le reconoció también al abrazar su frío cuerpo de hierro. Cuántas veces habían girado los dos cogidos de la mano alrededor de él y habían terminado con un abrazo pillándole en medio. Le acarició de nuevo y entonces sintió una voz que decía: "¡Hola, viejo amigo! Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que nos vimos, creí que no te volvería a ver nunca más. ¿Cómo has venido solo? ¿Y tu chica?" Al contemplar la tristeza que mostraba el rostro de René le dijo: "¡No sufras! Yo te comprendo bien, ya que después de aquellas maravillosas noches también me quedé muy solo, ya sabes, la guerra y demás, y ahora ya no suelen pasar por aquí parejas de enamorados y menos aún pararse bajo un viejo farol apagado, pues de vez en cuando suelo apagar la luz como entonces y qué quieres, me desespero cuando me despierto al día siguiente, miro hacia abajo y contemplo las horrorosas naves industriales que sustituyeron en mala hora a las blancas casitas, o escucho el monótono ruido de las máquinas que van cortando el césped, y solo suelo tener ocasionalmente la compañía de algún perrito que se acerca a mí levantando ágilmente su patita. Así, ya ves cómo transcurre mi vida desde que os fuisteis. Busca a tu amor por estas calles, que quizás la encontrarás y, si no fuese posible, seguro que te estará esperando en el cielo. Adiós, viejo amigo y espero verte de nuevo". René escuchó atentamente sus palabras y con un fuerte abrazo se despidió de él. Bajó la cuesta apesadumbrado y después de recorrer la calle de Algeciras cruzó la Ronda de Segovia para acercarse una vez más al puentecillo que la unía con la de Manzanares, donde ambos solían contemplar asomados el paso de los trenes de carga que transportaban carbón desde la estación del Norte a la de Peñuelas. Nueva desilusión. Había desaparecido, como también la vía del ferrocarril, y un grupo de nuevas viviendas ocupaban su lugar. Tampoco existía la antigua fábrica de la luz que con su peculiar jadeo (fouu... forrr... fouu... forrr...) ponía en el entorno una extraña melodía musical. Decepcionado, dio media vuelta y se dirigió lentamente hacia el hostal.

En su juventud, René o Renato como le conocían entonces, formaba parte de una pandilla de chicos y chicas que se reunían cuando no tenían nada importante que hacer y que generalmente eran los sábados por la tarde y todos los domingos. Un día, al reunirse con sus amigos se sorprendió al descubrir entre los habituales una cara nueva. Se trataba de una muchachita llamada Azucena que a la sazón cumplía quince primaveras muy bien representadas. Era morena, no muy alta y contrastaba su intenso pelo negro con unos preciosos ojos de color verde muy claro. Renato, que "galleaba" entre las chicas se quedó fuertemente prendado de la chiquilla de los ojos verdes. Se trataba de la hija de los dueños de una farmacia que poseían en la calle del Águila y que se habían trasladado a vivir a su misma calle. Transcurrieron unos días y la pandilla se fue de excursión a merendar a la Casa de Campo. Azucena, que había notado el excesivo interés de Renato hacia ella, se pasó toda la tarde coqueteando con el “guaperas” del grupo riéndose alborozada de las ocurrencias de aquel chico, pero de vez en cuando echaba una mirada de reojo al atribulado Romeo, al cual cada una de aquellas risas se le clavaban en el pecho como brasas encendidas. Efectivamente, se había enamorado y estaba siendo dominado por unos terribles celos que le atormentaban cada vez más. De retorno a su casa se sentó frente a la mesa del comedor, cruzó los brazos, apoyó su frente en ellos, y dejó que sus lágrimas inundaran sus mejillas. De repente sintió que una mano acariciaba su cabeza. Era su madre, que mirándole comprensiva le dijo: “No me cuentes nada, pues sé lo que te ocurre. Es normal que eso pase cuando te enamoras por primera vez, pero voy a permitirme darte un buen consejo. No demuestres un interés excesivo por ella, compórtate como lo haces con las demás chicas. Azucena lo notará y si siente algo hacia ti, seguro que te lo hará saber de una manera u otra”. Azucena efectivamente había notado el brusco distanciamiento de Renato y empezó a echar de menos aquella mirada tan especial que había calado tanto en ella, pues nunca la habían de mirado de aquella manera. Sentía que le había perdido, se desesperaba y maldecía la tarde en que disfrutó dándole celos y se pasaba las noches enteras sin poder dormir pensando en la forma de recuperarle. Dejando a un lado su orgullo, tomó la decisión de hacerse la encontradiza para tener la ocasión de poder hablar con él a solas, pero se quedaba muy triste cuando al cruzarse con ella solamente la saludaba con un lacónico “adiós” y seguía su camino sin detenerse siquiera. No pudiendo soportar más aquella situación, un buen día se decidió a jugarse el todo por el todo y cuando le vio acercarse, le detuvo y le dijo: “Renato, he estado pensando que ya que tú al salir de la academia recorres prácticamente el mismo camino que yo, podías acompañarme para ir a casa, pues me da mucho miedo bajar la cuesta sola y de noche”.

Esperaba angustiada la contestación, pero cuando él dijo "de acuerdo" creyó que el cielo se había abierto para ella. Por otra parte, Renato al verla suplicarle de aquella manera de buena gana se la hubiera comido a besos. La cuesta a la que se refería Azucena era mitad calle mitad desmonte, que de trecho en trecho contaba con unos desgastados escalones que mitigaban ligeramente la pendiente. La calle empezaba cerca de la del Rosario y terminaba en la confluencia con la de Algeciras. Muy cerca de esta unión se elevaban unas cuantas casitas de una sola planta todas ellas pintadas de blanco. En sus fachadas colgaban profusión de macetas llenas de geranios rojos, que contrastaban fuertemente con el blanco de sus paredes. La Cuesta de las Descargas, que era su auténtico nombre, estaba escasamente iluminada por unos cuantos faroles de gas estratégicamente colocados. Aquella noche, después de la petición de Azucena, iniciaron el descenso juntos. Al poco rato, Renato, o René, cogió la mano de la muchacha con el pretexto de ayudarla a bajar los resbaladizos escalones. El contacto de su mano le producía un hermoso placer y un fuerte escalofrío le recorría por toda su espalda. Al llegar junto a uno de los faroles que había dejado de lucir y aprovechando la penumbra existente, cogió con ambas manos la cara de ella y le robó un apasionado y ardiente beso. Azucena se retiró, bruscamente sorprendida de que hubiese sucedido tan pronto lo que con toda su alma deseaba que ocurriera, y fingiendo haber sido ofendida protestó tímidamente, pero Renato notó que mientras la besaba un fuerte rubor había encendido sus mejillas. En silencio siguieron caminando sin articular una sola palabra y sin mirarse siquiera, pero antes de que terminaran de bajar la cuesta, sus manos nuevamente se encontraron. La noche siguiente, al llegar al apagado farol, Azucena le detuvo y, echándole los brazos al cuello, le devolvió cariñosamente el beso que la noche anterior él le había robado. A partir de aquel momento el número de besos compitió con el número de estrellas que brillaban en el cielo. Renato acudía todos los días a la puerta de la farmacia esperando a que Azucena saliese a su encuentro. Entretanto, observaba desde el cristal del escaparate las estanterías repletas de antiguos frascos de porcelana blanca, en cuyas etiquetas figuraba el nombre de su contenido: ruibarbo, regaliz, genciana, abrótano, etc. Cuando salía, comentaban ambos el trabajo que había efectuado durante el día, que si había hecho pomada para las quemaduras, o si había estado rellenando sellos (los sellos eran unas cajitas redondas aproximadamente de un centímetro y medio de diámetro compuestos de dos mitades que encajaban perfectamente una con la otra y eran de un material semejante al de las obleas que se emplean en las iglesias). Se reían cuando Azucena le hacía repetir el nombre científico de los diversos medicamentos, los cuales olvidó con el tiempo excepto uno, quizás lo recordó siempre por lo complicado de su nombre, se trataba del Dimetilaminofenildimetilpirazolona, cuyo nombre comercial era el de Piramidón, retirado del mercado por contener materias tóxicas. Fueron pasando los días felizmente y una noche se dirigieron al río. Desde las últimas casas les llegaba muy débilmente como un eco lejano la voz de una mujer.

“Mi niño chiquitito no tiene cuna su papa carpintero le va a hacer una”

Después, todo quedó en silencio y en silencio llegaron a la orilla. La luna cubría el río con mil cuchillos de plata cuando los enamorados se sentaron en la verde pradera. René estaba absorto escuchando el transcurrir de las aguas con su mirada fija en la luna, y recordó que días antes le había dedicado un poema.

“Me he escondido algunas noches huyendo de tu mirada me parece despiadada siempre llena de reproches

será porque no me gustas cuando te cambias a cuartos si menguantes, si crecientes con tus dos puntas hirientes como si pintaras bastos

al contrario yo te adoro cuando muy llena te veo reluciente y bondadosa radiante como una diosa llenando de luz el cielo

te quiero resplandeciente iluminando mi estampa redonda siempre tan blanca como estabas tan reciente”

Siempre pensó que la luna y el río ejercían una influencia bienhechora para su persona y refiriéndose al río recordó una canción popular que decía:

“Dicen que el agua divierte quita pena y da alegría me voy a ir a una fuente a ver si esta pena mía se la lleva la corriente”

René se tumbó mirando al cielo y momentos después Azucena se inclinó sobre él y le murmuró que ahora se sentía muy feliz, que había sido muy desgraciada al notar su indiferencia, que estaba muy arrepentida de haberle dado celos con aquel chico que... Él la hizo callar con sus besos que fueron el preludio de una serie de innumerables caricias.

La luna, que indiscretamente había contemplado tan amorosa escena, tapó su rubor escondiendo su cara tras una pequeña nubecilla que lentamente se paseaba por el cielo. Cuando poco a poco volvió a aparecer, la luna sonreía compasivamente. Horas más tarde, una estrella fugaz cruzó el firmamento, poniendo con su rúbrica fin a tan memorable noche. Instantes después, la luna fue acompañando cariñosamente a los jóvenes enamorados durante el largo camino de regreso.

Aquél fue el último encuentro que tuvieron, pues estalló la guerra y ya no volvieron a saber nunca más uno del otro. Sin embargo, René aseguraba que durante todos los años de su larga existencia, había bajado "La Cuesta" en numerosas ocasiones al lado de Azucena y que cogidos de la mano se habían detenido siempre junto al farol apagado.

Despertando de aquel hermoso sueño, René camino del hostal pensó en las dos poderosísimas fuerzas que hay en todo ser humano, la memoria y la conciencia. Ésta es vengativa y cruel y espera sádicamente el momento oportuno para recordarte lo que hiciste que no debiste hacer y lo que debiste hacer y no hiciste. Por el contrario, tenemos a la memoria, que se encarga de atenuar lo malo de los recuerdos y de incrementar los momentos más felices, por ejemplo, tus amores, el nacimiento de tus hijos, el verles corretear o simplemente el recuerdo de algún viaje, de alguna velada en torno de unas tazas de café o el contemplar el crepitar de unos troncos en el hogar de una chimenea en una tarde de frío invierno.

Se acostó y por medio de un interruptor que colgaba del cabecero de la cama apagó la luz, recordando que al día siguiente tenía que tomar el tren de regreso a París.

El tren se acercaba raudo a la vetusta estación de Austerlitz, mientras René contemplaba lo rápido que se sucedía el paisaje y pensó lo pronto que había discurrido el tiempo últimamente. Pero rectificó al momento, era él el que había dejado que el tiempo pasase, pues sabía que al tiempo se le puede detener y hacerle retroceder si es preciso, hasta donde le obliguen los recuerdos sin que pueda hacer nada por impedirlo. Como no pudo, ni podrá hacer nunca, es poner una arruga en la frente de Azucena, ni insertar una sola cana en su negra cabellera. Pensó que la vida está repleta de recuerdos y de sueños y él se había despertado de uno de los más maravillosos. El convoy se había detenido al fin en el andén y una muchedumbre saludaba alborozada a los recién llegados. René se abrió paso entre la multitud pensando que él tampoco estaba solo pues le habían ido a recibir un sinfín de tantos y de tan bellos recuerdos. Con estas reflexiones y portando su pequeña maleta, se perdió por las calles de París.

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