El ladrón

La mañana se presentaba espléndida y presagiaba una temperatura muy agradable para el resto del día, cuando Alejandro se dispuso a saborear un apetitoso desayuno. Cogió el diario de la mañana y leyó los grandes titulares que hacían mención al robo de un valioso collar de perlas que había sido sustraído. La policía (decía la información) tenía varias pistas, y esperaba que de un momento a otro se pudiera detener al ladrón. Dobló cuidadosamente el periódico, y con una imperceptible sonrisa lo dejó sobre la mesa mientras desayunaba.

Alejandro también era un ladrón. En su juventud había sido gimnasta, lo que le había dotado de una gran agilidad. En principio, se dedicaba a robar coches de lujo para venderlos al otro lado de la frontera. Más de una vez, había sido perseguido por la policía francesa por las cornisas de la Costa Azul a velocidades de vértigo. Nunca habían conseguido capturarle y el no tener ficha policial le ponía a salvo de posibles acusaciones. Con el tiempo cambió de actividad y se dedicó de lleno a su pasión favorita, las joyas. Su campo de acción se centraba en las grandes mansiones de la alta sociedad. Para pasar desapercibido, había alquilado una casita compartida con Julia, una atractiva mujer. Alejandro le tenía una gran simpatía y conversaba mucho con ella, para que así se olvidara momentáneamente de los problemas que le acarreaba su profesión.

Julia trabajaba en un club de alterne; no era exactamente un “puticlub”, pues ella no estaba por la labor de eso, entendiendo por esto el vender su cuerpo, pues ella sabía que había otras muchas formas de hacerlo. Estaba muy harta de la vida que llevaba. Su trabajo consistía en alternar con los clientes, con el objeto de que hicieran las más consumiciones posibles, de las cuales ella se llevaba sus correspondientes comisiones. Los habituales del local acudían para charlar con las chicas y a ser posible quedar para terminar la noche juntos. El dueño del club era muy estricto y no consentía ningún exceso por parte de los clientes, aunque estaba muy al corriente de las actividades de algunas de las chicas fuera del recinto. Solía acudir al club un hombre de mediana edad y en cuanto le divisaba, Julia acudía rápidamente a su mesa. Eran los momentos más felices de su trabajo en el club, pues Miguel, que así se llamaba, la trataba como a una amiga, le daba consejos e insistía una y otra vez, para que dejara aquel trabajo que en cualquier momento podría pasarle factura, bien por alguna droga o porque en un momento de desesperación acabara en los brazos de alguno de los que frecuentaban el local. Julia le consolaba y procuraba que durante el tiempo que estuviese con ella se olvidara de los múltiples problemas que le acarreaba su extraño matrimonio. Estaba casado con una guía turística, la cual se pasaba grandes temporadas fuera de casa, unas veces debido a su trabajo y otras por diferentes motivos. Ella nunca había querido a su marido y si se casó con él fue debido a la posición acomodada de que disfrutaba Miguel. Según le dijo, nunca se había querido divorciar de él aunque se lo propuso en varias ocasiones, pues no quería perder sus derechos como su mujer, ni renunciar al importante seguro de vida que tenían contratado del uno para el otro mientras que permaneciesen casados. Aquella noche la terminó con un cliente que la llenó de improperios por no querer acceder a sus deseos. Cuando salió del club a altas horas de la madrugada camino de su casa iba hundida moralmente, sumida en sus pensamientos, y ni tan siquiera reaccionó cuando los servicios de la limpieza la salpicaron de agua cuando regaban la calle. Con paso inseguro llegó a la casa, Alejandro no había llegado aún. Abrió el frigorífico y después de recorrerlo de arriba abajo con la mirada, lo cerró de golpe y entrando en su habitación se dejó caer exhausta sobre la cama.

A la mañana siguiente se dirigió a desayunar. Alejandro ya estaba sentado a la mesa. Después de darle los buenos días, le dio las gracias, pues al despertarse se dio cuenta de que ella le había tapado con un cobertor cuando llegó.

Alejandro la contempló fijamente y le dijo:

—Julia, te voy a necesitar si no tienes inconveniente.
—¿Para qué me necesitas? ¿Voy a ser tu compañera de trabajo?
—No exactamente, quiero que vengas conmigo a una recepción a la que estoy invitado y es de rigor el ir acompañado.
—Lo haré con mucho gusto —dijo ella —así me podré ausentar de mi odioso trabajo aunque solo sea por un día.
—Perfecto. Pero pensándolo mejor podías colaborar conmigo en lo sucesivo. Para ti será menos denigrante que tu actual trabajo y al menos saldrías más beneficiada económicamente y no te verías tan apurada de dinero.

Julia sorprendida asintió con la cabeza y se quedó mirándole fijamente. No estaba enamorada de él, le gustaba enormemente como hombre, le estaba muy agradecida de su comportamiento hacia ella, pero creía que eso era todo.

Llegó el día señalado. La mansión de los señores de Almagro lucía resplandeciente. Allí estaba lo más selecto de la localidad, los hombres iban de rigurosa etiqueta y las mujeres lucían sus mejores y valiosísimas joyas. El motivo de aquella reunión era para recaudar fondos destinados a obras sociales para las gentes más necesitadas. Para ello los Marqueses de los Arenales habían donado un magnífico rubí de extraordinario valor, que pasaría a pertenecer al mejor postor. No obstante, la piedra estaría expuesta una temporada para satisfacer la curiosidad de la gente.

El inspector Martínez, jefe de la policía local, al divisar a Alejandro se le acercó y al tiempo que le estrechaba la mano le dijo:

—Buenas noches, don Alejandro. Pensé que estaría fuera, pues no he tenido noticias suyas en los últimos días. ¿Todo va bien? ¿Qué tal su negocio de las gemas?

Alejandro le contestó:

—Inspector Martínez, sigue usted sin pronunciar bien la y griega, pues usted sabe muy bien que me dedico a la exportación de diversos dulces, entre ellos las sabrosísimas “yemas” de Santa Teresa que son afamadas en el mundo entero.

El inspector, chasqueado con una mueca que denotaba su impotencia por no poder descubrir en Alejandro el ladrón de joyas, dio media vuelta y se alejó diciéndoles:

—Que ustedes pasen una agradable velada.

Habían pasado cinco días desde la famosa reunión y aquella noche, Julia, que definitivamente había dejado su trabajo en el club, sintió un ruido extraño. Salió a ver de dónde provenía y descubrió a Alejandro que intentaba subir la escalera que conducía a los dormitorios. Iba tambaleándose y de su brazo derecho manaba un hilo de sangre que llegaba a manchar el blanco puño de su camisa.

Julia acudió rápidamente, le llevó a su dormitorio y al quitarle la ropa descubrió un agujero producido por una bala. Nunca había visto una herida así y pensó que se iba a desmayar, pero sacando fuerzas de flaqueza le lavó la herida, le aplicó un desinfectante y posteriormente le vendó el brazo. Sintió una angustia terrible al verle así ¿Se estaría enamorando?

—¿Qué te ha ocurrido? –le preguntó.
—He tenido mala suerte. La policía me estaba esperando y he salido vivo de milagro aún a costa de este balazo, que afortunadamente no me ha tocado ningún tejido importante, pues la bala ha traspasado limpiamente el brazo.

Habían transcurrido unos días cuando el inspector Martínez se presentó en casa de Alejandro.

—¿Qué tal le va, inspector? Ya hacía tiempo que no tenía el gusto de verle y ya sabe usted que me tiene a su disposición por si puedo ayudarle en algo.
—He venido —respondió Martínez—por si tiene alguna noticia sobre el famoso rubí que ha sido robado.
—Lamento no poder ayudarle, pues estos días los he pasado con Julia en el campo.
—Efectivamente —contestó Julia, que agarrada a su brazo sano sonreía—le he dicho que ya que sus negocios marchan bien, que saliera a pasear o que disfrutara de la noche como le gusta, pero insistió en venirse conmigo y no he podido convencerle.

El inspector se despidió de Alejandro dándole dos cariñosos golpes en ambos brazos, con la esperanza de conocer por medio de un gesto de dolor si era el ladrón que había robado el rubí y a quien habían herido la noche del robo, ya que habían encontrado rastros de sangre y sospechaba que debía de haber sido en un brazo, pues de otro modo no hubiera podido escapar con tanta celeridad, y le dijo:

—Muchas gracias por su disposición para ayudarme. Aunque yo había pensado que debido a su gusto de disfrutar a tope de las noches me hubiese podido dar alguna pista sobre el caso que nos ocupa. De todas formas, le reitero mi agradecimiento, seguro de que si supiera algo me lo comunicaría de inmediato.
—Puede estar seguro, inspector, que sería el primero en darle tan agradable noticia —le contestó Alejandro.

Julia se había sentado en el sofá contemplando la marcha del inspector y Alejandro una vez que le acompañó hasta la puerta, volvió sobre sus pasos y se sentó junto a ella. Los golpecitos sobre sus brazos hicieron que el dolor se acentuara y dejándose caer en el sofá, terminó apoyando su cabeza en el hombro de ella. Julia quedó gratamente sorprendida por aquella muestra, que denotaba que el tenía necesidad de que ella le protegiera de alguna manera. Se sintió conmovida y le acarició la frente, pensó que cada día le quería más y que efectivamente estaba locamente enamorada. Después de cenar y tras pasar un buen rato frente a la chimenea se retiraron a descansar.

El inspector Martínez se había centrado en resolver el caso “del rubí” y había delegado en sus hombres los otros casos. Por los contactos de sus antiguas compañeras, Julia supo que éste había colocado agentes vigilando las viviendas de diversos cirujanos con la esperanza de que el ladrón acudiese a alguno de ellos para curarse de la herida. Julia sintió un escalofrío al hojear el diario de la mañana. En él figuraba la noticia de que habían encontrado el cadáver de un hombre llamado Miguel de las Heras, que al parecer se había suicidado. Rápidamente se dirigió al lugar de los hechos. La policía lo había descubierto el día anterior y había dejado una patrulla que impedía el paso a los curiosos. Al acercarse descubrió al inspector Martínez que se había personado para comenzar las investigaciones referentes al caso. Una vez junto a él, le informó de que conocía al difunto y que conocía algo de su vida por las confidencias de éste cuando compartían mesa en el club de alterne. Le preguntó cómo había podido suceder y él le respondió:

—Mire Julia, se trata de que al parecer el muerto había descubierto que su mujer le era infiel, pues un vecino le comunicó que junto a un desconocido les había visto besarse en el interior de un llamativo Alfa Romeo rojo a poca distancia de su casa. Pero hay algo raro en este asunto que me preocupa y no lo veo claro, pues parece ser que los amantes tenían especial interés en que él se enterara.

Julia reaccionó rápidamente y le contó al inspector que en los ratos compartidos, él le había comunicado que probablemente su mujer le era infiel, pues pasaba muchos días fuera de casa sin que le ocupara ninguna actividad laboral en esos momentos, pero que no le afectaba demasiado, pues eran continuas las disputas entre ellos, mayormente debido al desamor y al desprecio al que le sometía su mujer. Pero que él jamás le insinuó la posibilidad de un suicidio.

Todo empezó cuando la señora que realizaba la limpieza por las tardes en la casa no pudo entrar. Ella tenía una llave pero la cerradura no estaba echada, supuso que estaría corrido el cerrojo. Le llamó a gritos y al no recibir respuesta alguna se asustó, pensó que se podría encontrar muy enfermo y fue entonces cuando llamó a la policía. El inspector Martínez se presentó de inmediato en el lugar de los hechos y pudo comprobar que efectivamente, la puerta estaba cerrada. También estaban cerradas todas las ventanas y no existía ningún detalle que indicara que habían sido forzadas.

Acto seguido, rompiendo el cristal de la ventana de la cocina que estaba en la planta baja, penetró al interior de la vivienda. Sentado frente a la mesa de su despacho se encontraba el cadáver. Su cuerpo estaba inclinado hacia el lado izquierdo y presentaba un orificio en la sien del lado derecho. En el suelo había un revolver que en las investigaciones posteriores se descubrió que había sido utilizado recientemente. Lo primero que hizo el inspector fue ir a comprobar la puerta. Como pensaba la asistenta, tenía echado el cerrojo, lo cual certificaba que había sido manipulado desde dentro. Se acercó de nuevo al cadáver. Éste presentaba residuos de pólvora en su cara, así como en la mano que supuestamente había empuñado el revólver. Parecía que estaba claro que era un evidente caso de suicidio, pero al inspector, debido a los informes que Julia le había dado, le asaltaban algunas dudas. Por ejemplo, la hora del suicidio, que según el informe del médico forense, la muerte había sobrevenido entre las ocho y las nueve de la noche. El beso de los amantes en el coche como intentando que los vecinos propagaran la noticia para que llegara a oídos del difunto, pero era evidente que nadie había podido penetrar en la casa. El revólver había sido disparado una sola vez y en su culata estaban marcadas las huellas del cadáver. Huellas que se encontraban por todas partes, incluido el cerrojo de la puerta. Puesto al corriente de lo sucedido por Julia, Alejandro se dispuso a colaborar con el inspector. Él había utilizado para sus robos infinidad de trucos que nunca fueron descubiertos y pensó que podría ser útil su ayuda. Fue al encuentro de Martínez y se lo hizo saber. Éste contestó:

—Gracias, don Alejandro, pero sé cómo se pudo efectuar el asesinato y por quién. Pero todo se viene abajo cuando pienso en las condiciones en que estaba la casa, pues como debe usted saber, estaba cerrada desde dentro y parecía imposible que nadie pudiera haber salido de ella.

Recordó cómo había empezado todo, cuando la criada le había llamado, y la declaración de ésta, la cual le informó de que el día anterior su señora le había dicho a su marido que iba a recoger alguna pertenencia, puesto que no podía soportar el estruendo de las fiestas y se iba a pasar unos días en la casita que tenían a orillas del río. Que siguiera con su horario de costumbre y que le ayudara a meter la maleta en el coche y que se despidió de ella mientras se alejaba. El inspector, después de haber tomado declaración a la esposa, que le confirmó lo que le había dicho anteriormente la criada, se dirigió a la casa del río a comprobar si efectivamente había señales recientes de haber sido habitada.

Localizó a un pastor, el cual le dijo que aproximadamente sobre las siete de la tarde, cuando fue a encerrar el ganado, la había visto a través de la ventana y que le sorprendió lo cerca de la orilla que había aparcado su coche. Cuando volvió, alrededor de las nueve y media, ella estaba sentada en el porche, le dio las buenas noches y observó que el coche seguía en el mismo lugar donde lo había visto anteriormente. Examinó los alrededores y a una distancia respetable de la casa, encontró unas huellas de neumáticos bastante anchas que debían de pertenecer a un todo terreno o bien a un coche deportivo. Rápidamente, le vino a la memoria el beso de los amantes en el Alfa Romeo rojo y se dedicó a investigar a quien pertenecía.

Lo encontró en un taller mecánico y preguntó a los operarios quién era el dueño. Le dijeron que un compañero, el cual lo había comprado en muy mal estado y lo había restaurado poco a poco, y que el dueño del taller le había dado permiso para resolver unos asuntos y que no tardaría en volver. Esperó pacientemente y cuando le vio se le acercó y le dijo:

—Estoy al corriente de todo y le voy a detener por el asesinato de Miguel de las Heras.

Le dijo que después de cometer el asesinato se había dirigido a la casa de campo para estar junto a su amante, pues las huellas del Alfa Romeo halladas confirmaban las sospechas. El mecánico se vino abajo y confesó que efectivamente había estado en la casa, pero era porque ella le había llamado y le había pedido que fuera a buscarla, pues tenía que ir de compras y no conseguía arrancar su coche. Que para que no le vieran, que le dejara aparcado a una distancia considerable de la casa. Una vez que estuvo allí, ella le dijo que ya que a los hombres no les gustaba demasiado ir de compras, que se quedara allí para mantener la chimenea encendida, pero que no se dejase ver para evitar los comentarios. Que volvió al cabo de aproximadamente hora y media con una bolsa que contenía ropa, y que después de estar unas horas con ella había regresado a su casa. El comisario se cercioró con esas declaraciones del mecánico de que era ella la culpable, pero no podía detenerla si no conseguía una prueba más determinante.

Comentó con Alejandro, que tenía conocimiento de todos los detalles del crimen y que tenía ya atados todos los cabos, que tenía la certeza de que ella había cometido el asesinato según su punto de vista y le dijo:

1º La hora del asesinato.

El disparo no pudo alarmar a nadie, ya que a esa hora se habría confundido con un cohete o petardo, que a esa hora estallaban sin cesar. Ella pudo cometer el crimen, pues tuvo tiempo de ir y volver, ya que la distancia que tenía que recorrer, cien kilómetros entre la ida y la vuelta, le habría llevado como mucho hora y media, teniendo tiempo suficiente para cometer el asesinato y buscarse una buena coartada con la declaración del pastor.

2º Un solo disparo.

El asesino pudo efectuar un segundo disparo utilizando una bala de fogueo, guardándose el casquillo vacío y reponiendo con otra bala autentica, el hueco en el tambor del revólver. Después del primer disparo, que ocasionó la muerte, el asesino colocó el revólver en la mano del muerto y entonces fue cuando efectuó el segundo disparo que dejó las huellas de pólvora encontradas en la mano del cadáver.

3º La identidad del asesino.

Tuvo que ser alguien que pudiera acercarse sin que llamara la atención, por ejemplo, su mujer o la señora de la limpieza, pues según la autopsia estaba despierto cuando ocurrió el hecho.

4º El móvil.

Debido a las confidencias de Julia, investigó lo del seguro de vida, y efectivamente la esposa no tendría ningún inconveniente en cobrarlo una vez aclarado el caso.

Todo se iba aclarando. Solamente le quedaba descifrar cómo el asesino pudo salir de la casa. Acudió de nuevo a la vivienda acompañado de Alejandro y volvió a examinar la puerta, pues las ventanas no señalaban muestras de haber sido manipuladas. Ésta era muy robusta, bastante antigua, y estaba provista, además, de la arcaica cerradura de un cerrojo no menos antiguo. Alejandro descubrió en el cerco dos minúsculos agujeros. Ya sabía cómo habían salido, ese truco lo había utilizado él en una ocasión y dándole una pista al inspector le dijo:

—Martínez ¿se ha dado cuenta de estos dos orificios que parecen haber sido hechos con dos robustos alfileres?

Éste los observó y dijo después de estar un buen rato pensando:

—Alejandro, ya sé cómo salió el asesino: cogió dos alfileres de acero, los unió con un bramante y éste a su vez, unido a otro mucho más largo que rodeaba el vástago del cerrojo, los dos cabos fueron introducidos en el puente que había en el cerco donde terminaría de alojarse el cerrojo. Después los pasaría por el ojo de la cerradura y tirando suavemente de ambos cabos, fue corriendo el cerrojo que se deslizó sin esfuerzo debido a la posición de los alfileres que hacían que la tracción de los dos cabos se efectuase de frente. Entonces, fue tirando del bramante que estaba unido a los alfileres y con un brusco tirón los arrancó, hasta que estos terminaron pasando por el ojo de la cerradura. A continuación, siguió tirando hasta que el bramante, resbalando por el pivote del cerrojo, terminó en las manos del asesino.

Solamente quedaban dos minúsculos agujeros prácticamente invisibles. Alejandro sonrió levemente y acompañó al inspector al tocador de la esposa en busca de los alfileres. Éste encontró en un estuche una colección de ellos con las cabezas en forma de perlas, que se suelen utilizar generalmente para sujetar los diversos peinados de las mujeres, pero no faltaba ninguno.

Ya lo tenía todo resuelto, llamó a la mujer y le dijo:

—Queda detenida por el asesinato de su esposo, pues hemos descubierto que faltan dos alfileres en el estuche que hay en su tocador, los alfileres que fueron utilizados para cerrar la puerta.
—¡Eso es mentira, pues yo misma los…! —Se dio cuenta enseguida de que había caído en la trampa que le puso Martínez. Se llevó las manos a la cara unos momentos y después fríamente le dijo —estoy a sus órdenes inspector.

Ya solamente le quedaba por resolver el caso del famoso rubí y fue a ver a Alejandro. Éste, que definitivamente pensaba en dejar para siempre su actividad fuera de la ley, le comunicó que para la mejor distribución de sus productos, se iba a instalar definitivamente en el país vecino. Martínez comprendió que tenía muy pocas posibilidades de resolver el caso, y, visiblemente contrariado, se despidió con un fuerte apretón de manos de Julia y de Alejandro.

Algún tiempo después, el inspector recibió un paquete certificado con una nota que decía:

“Queridísimo inspector Martínez, le envío una caja de mis mejores dulces y entre las diversas clases que hay, espero que haya alguna que sea de su agrado”.

Abrió la caja. Ésta estaba llena de dulcísimas yemas de diferentes clases. En el centro, llamaba poderosamente la atención una de forma totalmente distinta de las demás. Era resplandeciente y de un color rojo muy intenso.

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