Todas las citas literarias, quizá excesivas, han sido incluidas tratando de suavizar en lo posible unos hechos que deben ser desterrados para siempre. Las fechas y los datos de los diferentes personajes han sido tomados de varios historiadores.
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Fue en un caluroso día de julio cuando se encadenaron una serie de acontecimientos que marcarían mi adolescencia.
Yo hasta entonces había tenido una infancia feliz. Vivíamos en un piso modesto de la Ronda de Segovia, concretamente en el número 21, al pie de las castizas Vistillas. Por aquel entonces, éstas eran un promontorio pelado, que en las noches calurosas se poblaban con los vecinos que subían a tomar el fresco y a contemplar las luces del Paseo de Extremadura que, junto con las estrellas, parecían una continuación de ellas. Todavía existían los serenos que a la menor llamada acudían solícitos para abrirte la puerta del portal. Nosotros vivíamos en el ultimo piso, un tercero, y el sereno nos suministraba una larga cerilla de palo, que al saludo de “hasta mañana” nos entregaba encendida. Por cierto, se acababa siempre justo al llegar a nuestra puerta. Tiempo después se instaló un dispositivo eléctrico que mantenía la luz de la escalera encendida durante tres minutos. Recuerdo mi casa de la Ronda de Segovia, el sol entraba a raudales por la ventana que tenía el cuarto donde estaba situado el taller, con las mujeres cosiendo, mi padre inclinado sobre la mesa de cortar y yo sentado jugando con la caja de los hilos dando a la estancia una atmósfera especial propia de un cuadro como las Hilanderas de Velázquez.
A todo esto, mi padre se atrevía cantando peteneras como aquella que a mí me causaba mucha pena:
"Niño que en cuero y descalzo
vas llorando por la calle
ven acá y llora conmigo
que tampoco tengo madre
que la perdí siendo niño".
La vida en común era muy familiar, era tanta la amistad con los vecinos que siempre estaban dispuestos para ayudarte en lo que fuera.
En las noches calurosas las mujeres, provistas de sus correspondientes sillas, comentaban los acontecimientos, mientras que los hombres echaban una partida de cartas a la puerta de la taberna del señor Daniel, el cual también participaba.
Las niñas jugaban al corro o saltaban a la comba, mientras que los chicos jugábamos a pídola. Curioso juego que consistía en pintar una raya en el suelo y paralelo a ella se situaba un chico agachado sobre el que había de saltar apoyando las manos sobre su espalda, paulatinamente se iba alejando y cuando alguno de nosotros no podía saltar ocupaba el lugar del burro.
Las gentes de nuestro entorno eran de sainete: la señora Balbina, una mujer bajita que siempre estaba comiendo pipas; el señor Daniel, el tabernero, con su poblado bigote y su mandil a rayas verdes; las panaderas, que eran dos hermanas muy amigas de mi hermana Carmen; Don José, un señor bien vestido siempre con sombrero que visitaba periódicamente a una vecina del segundo piso. Entre todos destacaba la figura del Chato, un hombre muy alto con una enorme nariz aguileña, probablemente el apodo provenía socarronamente por ella, con gorra de visera y un impecable pañuelo blanco anudado al cuello. Al parecer, tal sujeto era un carterista que trabajaba en el metro y habitualmente en el tranvía que ruidosamente renqueando subía por la calle de Segovia hasta Puerta Cerrada. Decían que había dado órdenes a sus colegas que respetaran a las gentes de su entorno y si cometían algún error, les devolvieran las pertenencias substraídas.
Todo transcurría tranquilamente hasta aquel funesto día en el cual se precipitaron rápidamente los acontecimientos. Todavía estaba fresco en mi memoria el domingo que junto a varios vecinos fuimos a San Fernando de Henares a pasar el día y a bañarnos al río Jarama, un río entonces de aguas cristalinas que dejaban ver un fondo de finísima arena. Tiempo atrás, habíamos celebrado el primero de mayo yéndonos a comer a la Casa de Campo. En ese día solo transitaban las ambulancias y los bomberos, todo el mundo se desplazaba a pasar el día a la sombra de los árboles, mientras que los chiquillos correteábamos jugando.
Después de dos meses largos, amaneció aquel trágico día y nuestra vida dio un giro de ciento ochenta grados. Yo estaba en la calle junto a mi madre, cuando aparecieron una serie de camiones descubiertos llenos de milicianos. Iban exaltados gritando: “Ha estallado la guerra. Vamos a acabar con los fascistas y sofocar la sublevación del Cuartel de la Montaña”. Los camiones se detuvieron unos instantes, una vecina le ofreció agua a un miliciano con una sonrisa y éste contestó: “No se alegren, señoras, que esto va para muy largo y durará de dos a tres meses por lo menos”. A pesar de tantos años transcurridos recuerdo perfectamente el rostro de aquel soldado, el cual se quedó corto, pues aquello duró tres larguísimos años de penalidades, de miedo y en muchos casos con la pérdida de familiares, de hijos y de hermanos.
Ante tal perspectiva, la gente vació las tiendas de ultramarinos. Mi madre gastó todo el dinero disponible en la adquisición de productos no perecederos como legumbres, aceite, latas de conserva, etc. Al poco tiempo se desató la barbarie. Vi cómo bajaban por la calle de Toledo unos camiones llenos de gente armada con los rostros pintados de rojo y negro. Portaban banderas con calaveras y tibias cruzadas, más propio de piratas que de soldados que iban a defender al gobierno legalmente establecido.
Empezaron los “paseos”, los odios se desataron y comenzaron los fusilamientos en la pradera de San Isidro. La última vez que estuve en ella fue por el día del santo de aquel mismo año. Entonces la gente acudía a la Ermita a tomar el agua del santo, mientras abajo en la pradera giraban sin cesar los caballitos, las norias y demás atracciones en medio de un estruendo producido por la música de las barracas incrementadas por el sonido de cientos de pitos de San Isidro. Estos pitos estaban formados por un fino tubo de cristal rematado con una flor de papel sujeta por un alambre en un extremo del tubo. Los que no cenaban en las proximidades de la Ermita lo hacían en las mesas de los chiringuitos solicitando unas ensaladas y bebidas, canon obligado para poder ocupar alguna de ellas. Como he dicho anteriormente, aquella escena placentera dio paso a otras terribles, cubiertas de sangre. Allí fusilaron a muchas personas por odios, envidias y por motivos políticos. Las buenas gentes del barrio estábamos horrorizados por tales hechos, asustados y perplejos por el comportamiento de algunas gentuzas que acudían periódicamente a contemplar sádicamente a las víctimas de aquella barbarie. Una barbarie ejecutada por ambos bandos. Como un ejemplo diré que el 18 de agosto de 1936 fue asesinado Federico García Lorca y arrojado a una de las fosas comunes junto a varias personas.
De su libro de poemas del Romancero Gitano, entre mis preferidas, estaba Romance de la luna, luna.
"La luna vino a la fragua
con su polisón de nardos.
El niño la mira, mira.
El niño la está mirando".
Entre muchas otras, hay una que me causa una sensación extraña, se trata del Romance de la Guardia Civil.
"Los caballos negros son.
Las herraduras son negras.
Sobre las capas relucen
manchas de tinta y de cera.
Tienen, por eso no lloran,
de plomo las calaveras".
Y aquella que se hizo tan popular. La casada infiel.
"Y yo me la llevé al río
creyendo que era mozuela,
pero tenia marido".
Empezaron los cañonazos y empezó el éxodo del barrio. Las familias transportaban sus enseres más necesarios- ropas, colchones, etc.- en unos carritos de mano de alquiler muy utilizados en aquellos años en Madrid. Se dirigían al centro de la ciudad, preferentemente al barrio de Salamanca a ocupar los pisos vacíos abandonados por sus dueños, ya que generalmente eran partidarios de las tropas sublevadas y temían graves represalias. En aquellas amplias viviendas se alojaban varias familias de distinta índole, los cuales por medio de un infiernillo eléctrico cocinaban lo que buenamente podían.
Ya habían comenzado los bombardeos de los aviones alemanes, los llamábamos “las pavas”. Años después de acabada la guerra supe que eran los Junkers Ju-52, aviones de dos motores y con el fuselaje de chapa ondulada. Momentos antes de las incursiones, comenzaban a sonar las sirenas con una estridencia que aumentaba el miedo que teníamos. Corrían rumores de que además de las bombas podrían arrojar gases asfixiantes y aparecieron carteles aconsejando una serie de medidas para tratar de combatirlo, como el uso de toallas empapadas en vinagre. Los aviones solían venir muy entrada la noche y cuando sonaban las sirenas todo el mundo bajábamos al sótano. Todos menos mi padre, que se quedaba asomado a la ventana para verlos pasar. Decía que a él le podrían matar pero que no lo harían sepultándole entre los escombros, pues sabia que una bomba certera destrozaría de arriba abajo la casa. Yo pasaba un miedo terrible, me empezaban a dar unas horribles nauseas y me sentía muy mal, solamente mejoraba un poco cuando arrojaba unas aguas de muy mal sabor.
En los colegios municipales se pusieron notas diciendo que los padres que quisieran poner a salvo a sus hijos los apuntaran en las listas preparadas para tal efecto. A los niños inscritos los evacuaron con rumbo a Levante y desde allí los enviaron a varios países, principalmente a Rusia. Aquellos niños fueron llamados ”los niños de la guerra” y muchísimos años después algunos de ellos visitaron España. Mis padres en una conversación, en la cual estábamos presentes mi hermana y yo, decidieron que no había caso y que de lo que fuera de unos sería de todos.
No pudiendo aguantar más, abandonamos nuestra casa y nos trasladamos a la calle de Fernández de los Ríos, donde vivía en una portería una tía por parte de padre. Trasladamos los enseres que podrían caber en la nueva morada dejando abandonados muebles, camas, etc. Teníamos un hermoso gato llamado Tigre, un buen ejemplar de cimarrón que mi padre capturó en la Casa de Campo y que cuando volvió a recogerlo, junto con lo último que podía llevarse, “Tigre” había desaparecido. Suponemos que habría presidido la mesa de alguna familia muy necesitada. He de aclarar que desaparecieron todos los gatos de Madrid en aquella época.
Al poco tiempo de estar instalados en la nueva vivienda se supo que el general Miaja había sido nombrado presidente de la Junta de Defensa de Madrid (noviembre de 1936).
Al principio de nuestra nueva andadura en Fernández de los Ríos, el barrio era un ir y venir de milicianos entre los cuales se encontraban algunas milicianas, tocadas de gorro militar, armamento menor y enfundadas en amplios pantalones, generalmente se ocupaban en conducir camiones, tranvías, etc.
Un pequeño grupo armado asaltó un templo religioso sito en la calle Blasco de Garay destrozando las imágenes y quemándolas después. Iban armados con unas pistolas automáticas enfundadas en unas espectaculares fundas de madera sin barnizar.
Se combatía encarnizadamente en todos los frentes, en Navacerrada, en Somosierra, donde lucharon en primera línea un destacamento de milicianas. Fue en Guadalajara, donde las tropas italianas sufrieron un gran revés. Se hizo una canción sobre esto que se popularizó enseguida:
"En los campos de Guadalajara
tropas italianas quisieron pasar
no contaban con la gran paliza
que el pueblo de España
les iban a dar"
Las gentes comentaban irónicamente los hechos. “Todo ha sido debido”, decían, “a que los italianos no entendían muy bien el castellano y debieron confundir la orden de ”a las bayonetas” con ”a las camionetas”, montaron en ellas y huyeron despavoridos como alma que lleva el demonio”.
Las tropas “nacionales” cercaron Madrid. Se situaron por el sur en la Casa de Campo, después de ocupar el Cerro de los Angeles y de combatir duramente en los Carabancheles.
El 15 de noviembre el general Varela cruzó el río Manzanares ocupando la Casa de Velázquez, la residencia de estudiantes y el Hospital Clínico, donde fue detenido por las tropas republicanas. En estos lugares participó la columna Durruti. Buenaventura Durruti fue un destacado anarquista que fue asesinado en la calle de Isaac Peral por alguno de sus propios soldados, quizás debido a motivos políticos.
Al encontrar la gran resistencia que ofrecían las tropas republicanas, Franco renunció a tomar Madrid de una manera directa, fue el día 23 de noviembre. A partir de entonces el barrio dio un vuelco tremendo, desaparecieron los soldados, la zona fue declarada zona de guerra y solamente quedamos algunas familias, pues la mayor parte emigraron nuevamente hacia el centro de Madrid. Mi padre dijo en aquella ocasión: “La guerra ha conseguido que abandone una vez mi hogar, pero no lo conseguirá por segunda vez”.
Nos dio la sensación de que aquel eslogan de “No pasarán“ había desaparecido y que nos dejaban más solos que la una abandonados a nuestra suerte. Pero entonces se descubrió el talante de los madrileños. La vida se puede decir que se normalizó, cada uno se dedicó a lo suyo y Madrid pasó a ser una ciudad aparentemente normal, eso sí, adornada con grandes carteles con la foto de Lenin, con la hoz y el martillo y bastantes más representando siempre a soldados armados, que artísticamente eran muy buenos.
Ante el acoso que sufría Madrid, el gobierno dio la orden de cubrir las fachadas de los edificios artísticos para preservarlos de los posibles impactos de los obuses. La Cibeles fue cubierta por completo y cuando se rumoreó que la guerra tocaba a su fin, apareció con un cartel que decía “Destapadme pues los quiero ver pasar”. Recuerdo que el lema que figuraba en todas partes era “No pasarán”.
En el barrio quedaban levantadas unas barricadas formadas por adoquines y sacos terreros. Éstas ocupaban totalmente la calle y estaban compuestas por dos mitades, una desplazada unos metros más adelante que la otra mitad, lo suficiente para permitir el paso a vehículos militares. Todas las tardes a última hora pasaba un coche con pinturas de camuflaje en dirección al frente y enseguida se organizaba el “fregao”. Era hora de meterse en casa, pues los disparos eran tan numerosos que veíamos los resplandores con tanta intensidad que parecían fuegos artificiales.
La portería en la que vivíamos era un sótano, provisto de una puerta al nivel del portal y otra que daba al sótano propiamente dicho, de donde se abrían las otras puertas pertenecientes a las otras viviendas del sótano. La luz que iluminaba nuestra vivienda penetraba a través de una ventana situada al nivel de la calle y por la puerta acristalada de la parte superior, que daba al portal. Yo dormía en una habitación debajo del portal que recibía la luz a través de un grueso cristal translúcido. La ventana que daba a la calle, mi padre la cubrió totalmente con un colchón de lana, afianzándole con maderas clavadas en la pared.
Mi padre y mi hermana encontraron trabajo de su profesión: de sastrería en la calle de Fuencarral y de farmacia en el centro de Madrid. Como ya ha descrito anteriormente, la gente empezó a hacer su vida normal, y en los ratos de ocio se preguntaba: “¿Vas a ir al cine hoy?” Y respondía: “Sí, verás: si tiran de un lado iré al Palacio de la Música, al Avenida o al Callao, y si tiran del otro iré al Rialto, al Palacio de la Prensa o al Fontálba, pero no dejaré de ir al cine”.
No recuerdo exactamente cuándo empezaron los racionamientos, nos asignaron una cartilla por familia y teníamos derecho a:
Un cuarto de kilo de lentejas,
un cuarto de litro de aceite y
alguna cosa más (todo por persona y a la semana)
también teníamos derecho a un cuarto de libreta de pan por persona, pero diariamente. He de reseñar que durante el tiempo que duró la contienda no nos faltó ni un solo día nuestra ración de pan.
Las lentejas cobraron tal fama que las llamaban “las píldoras del doctor Negrín” (el doctor Negrín fue el presidente del gobierno de la República Española desde el mes de mayo de 1937 hasta marzo de 1939, sustituyendo al entonces presidente, Largo Caballero). El doctor Negrín fue el responsable de la venta del oro español para sufragar la compra de armas a la Unión Soviética. Tal medida fue duramente criticada posteriormente, sin tener en cuenta que países tan desarrollados como Francia e Inglaterra procedieron igualmente en la Primera Guerra Mundial (1914) y posteriormente el Reino Unido en la Segunda Guerra Mundial (1939).
Volviendo a la vida rutinaria, nosotros los chiquillos nos adentrábamos por calles tan peligrosas como la de Gaztambide, Joaquín María López y Cea Bermúdez, para recoger las balas estrelladas en las fachadas y poder presumir de tener una colección de las más deformadas (ver en un mapa de Madrid la distancia que existía hasta las líneas de combate). Cuando comenzaban los combates, las gentes corrían a sus casas pegados a las fachadas para evitar en lo posible el impacto de las balas perdidas. Se comentaba que una de ellas mató al vendedor de periódicos cuando se encontraba en la esquina de Fernández de los Ríos con Vallehermoso (dos calles más al centro que donde vivíamos).
A partir de la detención de las tropas de Franco en los frentes de Madrid, la vida siguió su curso. Los inviernos eran muy crudos y los soportábamos con ropas de abrigo pues no había nada para poder calentarse, las frondosas acacias fueron abatidas a golpe de hacha y posteriormente fueron los picos y las palas los que acabaron con sus raíces, dejando huérfanos sus alcorques. Yo tenía los dedos de los pies llenos de sabañones y trataba de curármelos con baños de agua muy caliente gracias al emperador de la casa, un modesto infiernillo eléctrico. En las casas deshabitadas próximas al frente empezaron a desaparecer puertas, ventanas, quicios, zócalos o cualquier atisbo de madera que pudiera existir.
Habían cesado la mayoría de las incursiones aéreas, pero surgieron los obuses. En una ocasión, al oírlos nos tiramos al suelo. Yo me protegía con el bordillo pensando que en el caso de estallar alguno en la acera me protegería la cabeza y un hombre que estaba tirado junto a mi, viendo que no debía de tener muy buen aspecto me dijo: “No te preocupes con los que silban, esos ya han pasado. Los peligrosos son los que no oyes”, incrementando con ello el miedo que yo sentía.
Los alimentos eran muy escasos. Cuando se sabía que en tal o cual tienda ponían algo a la venta nos pasábamos toda la noche guardando cola, con la esperanza de que nos tocara algo y no se acabara antes. Ante la escasez de tabaco enseguida se creó una ”industria emergente”. Los pocos afortunados que se permitían el lujo de fumar, cuando viajaban en el metro, tiraban las colillas a las vías ante la llegada del convoy. Aparecieron los malabaristas del azulejo, hombres que llevaban un azulejo atado con una cuerda y con gran habilidad lo lanzaban encima de las colillas. Como previamente habían humedecido la cara porosa, con un brusco tirón recogían con la otra mano la colilla capturada antes de que ésta se desprendiera del azulejo. Posteriormente las lavaban, las secaban y haciendo nuevos cigarrillos los vendían de estraperlo.
Como curiosidad diré que el dinero fraccionario metálico no existía y en su lugar circulaban unos discos de cartón que llevaban en su anverso troquelado el escudo de la República y en el reverso llevaban adheridos unos sellos de correos que les daba mayor o menor valor según fuera el valor de las estampillas.
Cuando mi padre encontró trabajo, me buscó una plaza en un colegio academia en el que dábamos clases por las tardes. El director era un apasionado de las letras y las artes y en la enseñanza predominaban éstas. Todos los días que no teníamos matemáticas (alternos) empezábamos las clases con media hora de dictado tomado del Quijote:
"Apenas había el rubicundo Apolo tendido por
la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas
hebras de sus hermosos cabellos…"
Y acabábamos con otra hora de actividades artísticas. Se había formado un cuadro artístico en el cual alternábamos sainetes interpretados por todos los componentes o bien actuaciones personales.
Por las mañanas, vuelta a empezar para intentar llevar algo útil a nuestras casas, como maderas, por ejemplo. En una de esas descubiertas encontré, creo recordar que en la calle Serrano Jover, justo enfrente de lo que hoy es la parte trasera del Corte Ingles de Princesa, en un cuartel abandonado, cuatro grandes zafras de aceite y con un bidón de cinco litros lo fui trasladando viaje a viaje a nuestra casa, depositándolo en un enorme barreño de zinc que teníamos y donde yo me bañaba. Cuando estuve a punto de llenarlo totalmente, fui descubierto por un control de milicianos situado en Alberto Aguilera. Me pilló desprevenido, pues cuando yo bajé no se habían establecido todavía. Uno de ellos después de arrebatarme tan preciado tesoro me dio un cariñoso pescozón al tiempo que me decía: “Vete a tu casa, chaval, que tus padres estarán preocupados por ti”.
Por las tardes seguía asistiendo al colegio, sintiéndome más tranquilo al desaparecer la tensión nerviosa que acumulaba de mis aventuras mañaneras, debido al peligro que corría en zonas tan peligrosas en las cuales yo me desenvolvía.
Me eligieron para cantar. Yo no lo hacía mal del todo, pues desde muy pequeño me ganaba algunos céntimos y muchos besos de parte de las vecinas de mi casa cantando tangos muy en boga que me había enseñado una vecina, Julia, que quería ser “tanguista”. Por entonces yo debía de tener seis o siete años a lo sumo, pues era al principio de los años treinta cuando Spaventa, el trío Irusta y posteriormente Carlos Gardel actuaron en Madrid. También los alternaba con la copla, muy en boga entonces, como por ejemplo “Ojos Verdes”, ”Trinia”, “La bien pagá” o “Carmen la Cigarrera”.
Se corrió el rumor de que en la casa de Las Flores (esquina de la calle Hilarión Eslava con Rodríguez San Pedro) había carbón de la calefacción de la casa. Acudimos raudos mi madre y yo y cuando llegamos ya había bastantes personas haciendo buen acopio del carbón que efectivamente allí existía. Mi madre cargaba sobre mis espaldas un saco mediano lleno de carbón para que lo llevara a nuestra casa, cuando no podía más descansaba apoyándome en las paredes, pues de haberlo dejado en el suelo no lo hubiera podido levantar. La distancia era considerable, pues tenía que recorrer las calles de Gaztambide, Guzmán el Bueno, Blasco de Garay y subir por ésta atravesando Andrés Mellado y Fernando el Católico hasta desembocar a mi casa, mientras mi madre, cargada más que yo, seguía otro camino para evitar que un control de milicianos nos pudiera sorprender a los dos.
En el colegio seguían las actividades artísticas y comenzamos a dar recitales en diversos lugares, tal como hacen hoy los centros de jubilados. En las actividades individuales destacaba una niña que recitaba de maravilla. Tenía un amplio repertorio como La Galana de Gabriel y Galán o el Piyayo:
"Las espinas se comen también
que tó es alimento.
Así despasito, muy remascaito".
"A chufla lo toma la gente
pero a mi me da pena
y me causa un respeto imponente".
La guinda de nuestras actividades la pusimos con la representación de la obra “Oratoria Fin de Siglo” en el cine Monumental de Madrid, un gigantesco coliseo con más de mil localidades entre butacas, palcos y sus tres anfiteatros existentes. El escenario ofrecía una sala de juicios, con un estrado para los conferenciantes y una mesa que yo ocupaba como juez, ya que tenía que presentarlos y juzgar posteriormente sus actuaciones. Al levantarse el telón, aumentó mi nerviosismo al escuchar el estruendo de tantas voces. Las luces de las candilejas me impedían ver al público, lo que ayudó a calmarme. El rumor desapareció súbitamente cuando empecé mi actuación diciendo: “Muy buenas tardes, señores, me alegro de verles tan buenos y aquí me tienen dispuesto a entretenerles a ustedes, etc.” La actuación se cerró con una gran ovación y con comentarios halagadores sobre la calidad de aquellos mozalbetes. Entonces sentí una gran sensación de bienestar y solo me faltaba saltar mientras nos repartíamos besos por doquier. Enseguida comprendí lo que suponen los aplausos para los artistas consagrados.
Antes de comenzar nuestra actuación, descubrí entre bastidores un voluminoso contrabajo. Al pulsar las cuerdas se llenó el recinto de un sonido grave y triste que me recordó a Gustavo Adolfo Becquer:
"Del rincón en el ángulo oscuro
de su dueña quizás olvidada
silenciosa y cubierta de polvo
veíase el arpa"
De vuelta a mis andadas, en mis incursiones para tratar de encontrar algo necesario prefería ir solo. En las viviendas más próximas al frente, habían practicado unos boquetes en las medianerías para poder pasar de unas a otras sin tener que salir al exterior, pues en algún frente se llegó a combatir casa por casa, agujeros que yo utilizaba para eludir los controles de milicianos. Estos estaban situados estratégicamente y repletos de la leña requisada a los que conseguían detener. Con el temor de ser descubierto conseguí penetrar en la fábrica de perfumes Gal, que estaba situada en el lugar donde hoy se levanta Galaxia. Encontré algunos trozos de jabón, sobres con polvos de maquillaje y bastantes cajas de cartón, que fui llevando poco a poco aportando nuevas calorías a la triste cocina.
Las noches me las pasaba leyendo, debido a la pasión con que el director del colegio nos instaba a que leyéramos todo lo que cayera a nuestro alcance de los buenos escritores. Quizás debido a la propaganda me leí a los escritores rusos Dostoievski, Tolstoi, Pushkin, etc. Obras como Crimen y castigo, Las noches Blancas, Stepantchikovo, Los Hermanos Karamazof, Guerra y Paz, Ana Karenina, El Jugador, Anuska y Fausto, La hija del Capitán, etc. También Los Miserables, Los Misterios de París, El hombre y la bestia (mister Hyde), o Los tres Mosqueteros, de autores tan conocidos como Víctor Hugo o Alejandro Dumas, entre otros. Mientras los demás, bajito, muy bajito, oían las radios la Republicana y la Radio Nacional para cotejar las informaciones de los dos bandos sobre la situación de los frentes, desde un rincón sobre el ras ras ras de la aguja de metal con el disco de pizarra de una vieja gramola de cuerda, emergía la voz de Carlos Gardel cantando “Rinconcito de Café” y ”Bandoneón Arrabalero”.
Y de nuevo a las andadas, en una incursión encontramos un pequeño arsenal. Había de todo: fusiles, pistolas, caretas antigás, bayonetas rusas que eran triangulares y estaban pavonadas en negro; también había una caja con unas cuantas bombas de mano. Procurando no acercarme demasiado a ellas, cogí un precioso revolver niquelado con cachas de nácar y para evitar que me lo requisaran quité el tambor. Tiempo después, cuando acabó la guerra, lo tiré a una alcantarilla. Este arsenal estaba dentro de un portal que tenía una preciosa puerta de hierro forjado, situado en la calle Guzmán el Bueno casi esquina a Fernández de los Ríos.
También encontramos en Fernández de los Ríos, entre Guzmán el Bueno y Blasco de Garay, en un piso cuyos balcones estaban a un metro sobre la acera, un minúsculo polvorín, pues había cientos de casquillos de fusil con sus correspondientes balas para ser cargados con la pólvora que había en diferentes cajas. Nos apropiamos de algo de pólvora, para después de dibujar con ella diversas figuras, prenderlas fuego para contemplar las señales que habían dejado sobre la acera. Como aquello carecía de importancia no recuerdo haber vuelto nunca más.
Ya se había acabado el famoso aceite que nos solucionó bastantes cenas, pues con él freíamos las cáscaras de patatas y también aliñábamos unas aceitunas negras con pimentón que mi padre había conseguido, en no sé qué pueblo, a cambio de unos pantalones de pana.
Habían cesado las incursiones aéreas, pero dijeron que habían sobrevolado Madrid arrojando barras de pan, seguramente para minar la moral de los madrileños. La última vez que vi aviones fue en una ocasión que mi madre y yo fuimos a recoger escoria de carbón. Debió de ser por Hortaleza o por Canillejas, no recuerdo bien. Por cierto, había llovido bastante la noche anterior y llegando al lugar aparecieron en el cielo cuatro o cinco aviones de caza. Unos eran los chatos rusos, los conocía muy bien con sus motores en estrella, y los otros debían de ser Fiat italianos. Ante el tableteo de las ametralladoras nos echamos al suelo, yo ya no tenia miedo de nada y contemplé cómo evolucionaban, fue visto y no visto pues desaparecieron a la misma velocidad con la que habían aparecido sin que hubiese caído ninguno. Nos levantamos empapados, sucios de polvo de carbón y con las manos vacías, pues ya se habían llevado lo poco que allí hubiera podido haber.
En el verano de 1938, mis padres me enviaron a Bustarviejo, un precioso pueblo rural cuna de mi madre. Asistí de nuevo como todos los veranos al colegio (ahora le llaman las antiguas escuelas) a soportar los palmetazos de don Mariano. También estudiaba un hijo suyo, Arturito, que traía “aspao” a su padre y que se llevaba más cachetes que ninguno.
Transcurría todo tranquilamente, pues por allí no pasaban los aviones ni se oían por supuesto los disparos, que aunque parezca mentira los echaba de menos.
Una tarde, cuando volvía de las viñas con mi abuela, me sentí enfermo. Me metí en cama, el medico diagnosticó una infección intestinal, mi abuela se hartó de darme friegas con aceite, suministrarme manzanilla y otras tisanas más. Como me encontraba muy mal, escribí una patética carta a mis padres para que fueran a por mí. Rápidamente me trajeron de nuevo a Madrid, llamaron al médico y éste dio su acertada opinión: “Tifus”. Se trataba de don Luis Aleixandre, un médico con mucho renombre en todo el barrio de La Latina. Él tenia su consulta en un piso de la calle Toledo justo al lado de la Fuentecilla y acudía a visitarme un día sí y otro no, aunque decía que debido a la gravedad en que me encontraba era necesario una visita diaria. Mi madre se pasaba hora tras hora sentada a la cabecera de mi cama, poniéndome sin cesar paños de agua con vinagre en la frente para tratar de bajar tan altísima fiebre y al caer la tarde me envolvía el cuerpo con sábanas, empapadas en agua fría, como solución drástica para poder pasar una noche más.
Hoy día me imagino el dolor que sentirían mis padres al pensar que su hijo se les moría, pues el médico les dijo que solamente podían salvarme unas medicinas que en Madrid no existían. Vivía cerca una compañera de un destacado miliciano, y gracias a ellos se consiguieron esas medicinas por medio del “Socorro Rojo Internacional”. Cuando las vio don Luis les dijo a mis padres que esas medicinas podían salvar a su hijo, especialmente esas inyecciones. Jamás se me olvidará su nombre, eran “Septicemine”. Después vino la lenta recuperación. El médico dijo que necesitaba comer todos los días carne, como si fuera tan sencillo como ir a comprarla a la carnicería. No sé lo que andaría mi padre para conseguirla, lo cierto es que estuve una larga temporada comiéndome unos suculentos filetes de corazón de caballo. Supongo que para conseguirlos debió de renovar el vestuario entero de la familia del que se los proporcionaba.
Así terminó felizmente aquel episodio que empezó tan mal aquel verano en Bustarviejo, al que años después le dediqué un poema sobre las cuatro estaciones:
Primavera
"…fueron instantes de dulcísima ceguera
ante el fulgor de tus ojos rutilantes
porque tú también, eres mi primavera"
Verano
"…que un sol de justicia está cayendo
sobre su ancha espalda ya corvada
y su arrugada frente está perlada
de gotas del sudor que va fluyendo"
Otoño
"...un débil sol en su ocaso va tiñendo
de púrpura y oro el horizonte"
Invierno
"...el invierno sepultó por un tiempo los arados
yermó las tierras y trocó el agua por hielo"
Pasaron algunos meses, la guerra tocaba a su fin y una noche en la que las mujeres disfrutaban de la buena temperatura charlando a la puerta de nuestra casa y mis amigos y yo estábamos sentados en el borde de la acera, aparecieron surgiendo de la oscuridad un grupo de soldados cantando y vociferando. Al ver al grupo de mujeres se acercaron y, repartiendo abrazos a todos los que estábamos, dijeron: “Somos soldados nacionales. La guerra ha terminado”.
Se debieron de quedar satisfechos pues, dando media vuelta, se perdieron en la oscuridad calle abajo. Al día siguiente las tropas de Franco entraron en Madrid. Era el día 28 de marzo de 1939.
Sin embargo, la guerra me reservaba el último zarpazo. Cuando dos días después fuimos a coger la madera que reforzaban las trincheras y cobertizos de los soldados, encontramos en la confluencia de la calle Cea Bermúdez con la que hoy se llama Avenida de Islas Filipinas (entonces solo estaban hechos los desmontes para lo que después seria una calle) a un combatiente muerto, vestía ropa de abrigo y estaba tendido boca abajo. Fue la única vez que contemplé, huyendo precipitadamente, a una víctima de la terrible contienda que se cobró un millón de muertos.
Terminó el padecimiento de una cruel guerra y comenzó otra larguísima época que duró otros cuarenta años de privación de libertad y llena de penalidades.
Yo había cumplido, un mes antes, quince años y tuve que ponerme a trabajar para ayudar en casa, pues el dinero Republicano dejó de tener valor desde aquel instante. Me coloqué de mancebo en una farmacia del barrio y posteriormente en una peluquería de aprendiz que estaba en la calle Escosura. Creo que sigue existiendo. Aquellas circunstancias cerraron definitivamente las puertas que tanto empeño tenía por traspasar: estudiar el bachillerato y posteriormente, ingresar en la Universidad (mi gran asignatura pendiente) para cursar Ingeniería o Arquitectura. Debido a eso, los conocimientos adquiridos los he ido aprobando año tras año en la Universidad de la Vida.
Podría contar mis vivencias de aquella etapa posterior… pero eso sería otra historia.